Un metáfora del tiempo: Igor Mitoraj en Barcelona
Pero me estoy perdiendo pues, tal y como decía al principio, ahora no quiero hablar de Roma. No. De lo que quiero hablar es de una exposición que se exhibía entre las ruinas del foro romano cuando estuve por allí hace ya, como decía antes, casi tres años y que ahora se exhibe en la Rambla de Barcelona. Me refiero a la exposición itinerante de Igor Mitoraj: El mito perdido.
He de confesar que, en Roma, Igor Mitoraj me engañó. Me engañó porque el escultor polaco -del que, por cierto, es difícil saber la edad y el lugar de nacimiento- integró, y hasta podría decirse que disimuló, sus descomunales estatuas entre las ruinas del foro y del antiguo mercado romano, y me hizo creer que eran estatuas de la Roma antigua de verdad. O, al menos, sembró en mí la semilla de la duda. Ah, pero he de confesar, otra vez, que fue un engaño dulce. Pues creer, o dudarlo al menos, que las estatuas de Mitoraj eran verdaderamente estatuas esculpidas en la Roma antigua, la de los césares y los augustos, era como entrar de lleno en una historia lateral a los libros de texto y que reposaba en la ficción más fantástica. Pues imaginad una Roma en la que se hubieran esculpido unos seres alados como los que esculpe Mitoraj; unos seres que, más que ángeles de Dios (¿ángeles representados en la antigua Roma?), parecen ángeles expulsados del reino de los cielos. ¿Qué papel hubieran interpretado unos seres alados como los que Mitoraj propone, en una cultura en la que las deidades bebían de lo prosaico y hasta de lo mundano? Yo no lo se, pero si hubieran sido esculpidos en la antigua Roma entonces, quizás, podríamos hablar de una cultura más alejada de los prosaico y, entonces, más cercana a lo que fue el antiguo Egipto, la antigua Grecia o, pongamos por caso, las antiguas civilizaciones mesopotámicas.
Pues, sí, sí, yo creí en todo esto de lo que hablo. Caí en el engaño y creí que en la antigua Roma se esculpieron estatuas aladas como las que esculpe Mitoraj. Imaginaos que felicidad más absoluta creció en mí: en el mundo, al fin, asomaba lo fantástico. Pero aún así he de decir que, aunque me sentí alucinado cuando las vi en Roma, a mí me parece que las estatuas de Mitoraj cobran más fuerza, más poder visual, en Barcelona. Sí, sí, yo tengo para mí que estas estatuas impactan más al espectador, entre los que me incluyo, que las ve en Barcelona que el que las vio en Roma.
Cuando pasas por delante de las estatuas de Mitoraj tienes que dejar de andar y admirarlas. Pues hablan de temas que son muy íntimos a la condición del hombre. Al menos del hombre occidental, preocupado por el paso del tiempo, por la corrupción del cuerpo y de la memoria, por la muerte. El colosalismo de estas estatuas nos enfrenta fatalmente a un discurso descorazonador. Un discurso que afirma que hasta lo inmenso, lo grandioso, lo que parece imbatible por la grieta y el olvido, sucumbe ante el paso del tiempo. Un discurso que dice: el paso del tiempo acaba con todos y con todo. A mí me da que el colosalismo, tanto el de la antigua Roma (pensemos en el pie descomunal de la estatua de Constantino que hay expuesto en los museos capitolinos de Roma), como el del antiguo Egipto (pensemos lo mismo en los cuatro colosos que vigilan, ciegos, las puertas del templo de Abu Simbel), o como el de estas estatuas de Mitoraj, hace crecer la melancolía en el corazón del espectador al hacerle consciente de que un día, en el futuro, habrá gente que quizás evocará su tiempo, ya muerto, con admiración y con respeto. De la misma manera que él mismo lo hace con su pasado.
Al escribir acerca de estas estatuas y de lo que para mí significan, me he acordado del final de una película icono, dirigida por Franklin J. Schaffner en 1968. Me refiero al final de Planet of the Apes. Seguro que os acordáis del momento en el que Taylor (Charlton Heston) descubre, caída de su pedestal y medio enterrada en la arena de la playa, lo que en su tiempo fue uno de los símbolos de la civilización occidental y de la democracia: la Estatua de la Libertad. Qué momento, qué momento. Pues en ese momento Taylor se da cuenta, lo mismo que todos nosotros, de que el tiempo lo devora todo. De que el tiempo acaba doblando todo lo que, un día, creímos eterno.
En el Necronomicón, el odioso libro escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, aparece el siguiente verso:
And with strange aeons even death may die.
Con el paso del tiempo, incluso la muerte puede morir. Terrible, ¿no?
Figura 1: Tindaro screpolato (2000).
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1 comentario:
cuanta verdad tienes y en tan pocas palabras: "Con el paso del tiempo, incluso la muerte puede morir"
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