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miércoles, 20 de junio de 2007

Superhéroes III: de Héroes y Hombres

Al amparo del Cristo y del Cristianismo no hacían falta Héroes. Pero hubo un día en el que el Cristo se borró de la imaginación del Hombre y que el Cristianismo se diluyó en el mundo de las ideas y de los conceptos y de la luz. Y entonces el Hombre se sintió desamparado y solo.

Y entonces apareció Hegel y creó al Superhombre.

Georg Hegel (1770-1831), alemán, pensó que la mayoría de las personas eran incapaces de conseguir éxitos vitales dignos. Y, también, que fuerzas vastas, impersonales, de las que no podemos escapar, controlan nuestras vidas. Pero, pensó Hegel, ocurre que en ocasiones aparecen individuos que tienen una extraordinaria sabiduría, o que tienen una extraordinaria capacidad para hacer proezas, y que resumen en ellos el espíritu de su tiempo y fuerzan el curso de la Historia. Estos individuos, los Héroes de Hegel, fueron déspotas sedientos de sangre, y desplazaron a los Santos y a los Piadosos en el corazón del Hombre.

Friedrich Nietzsche (1844-1900), alemán como Hegel, abundó en el concepto de Superhéroe, y lo extremó. “El hundimiento anárquico de nuestra civilización fue un pequeño precio a pagar por un Genio como Napoleón.” “Las desgracias de la gente insignificante, de la gente de poca importancia, no cuentan para nada excepto en los sentimientos de los hombres de poder.” Pensaba Nietzsche que el artista-tirano era el tipo más noble de hombre, y que la “crueldad espiritualizada e intensificada” era la forma más alta de cultura.

Pero no solo Alemania modeló al Superhombre. Thomas Carlyle (1795-1881), que fue escocés, pensó que la Historia era poco más que el registro de los logros de los Grandes Hombres que la habían vivido. Carlyle abogaba por el culto al Héroe por ser, según él, una especie de religión laica mediante la que se podía conseguir la auto-mejora. Dijo: “la Historia de lo que el Hombre ha conseguido en este mundo es, en lo hondo, la Historia de los grandes hombres que han trabajado aquí.” “El culto a un Héroe es, significa, la admiración trascendental a un Gran Hombre… no hay, al cabo, nada más admirable… la Sociedad está fundamentada en el culto al Héroe” y en la “admiración sumisa por lo realmente grande.” Pensaba Carlyle que no es la Historia quien fabrica a los Héroes, sino que son los Héroes quienes fabrican la Historia.

Por esto último se creyó, entonces, que eran los Grandes Hombres, los Héroes, quienes podían salvar a la Sociedad de su decaimiento y de su perdición. Sí, en verdad fue esto lo que se creyó. Pero es cuando nos fijamos en el período histórico en el que surgió esta creencia, el siglo XIX, que entonces esta idea se nos hace rara. Pues el siglo XIX fue una época en la que las democracias europeas florecieron por doquier, y se hace raro el pensar que estas mismas democracias fueron las que confiaron cada vez más y más poder a sus líderes, a los que otorgaron el papel de auténticos Héroes, y fueron lo mismo las que se rindieron a sus modos demagógicos y a su carácter dictatorial. Pensemos en como, durante el siglo XX, desembocaron en el horror algunas de las democracias europeas.

Y este horror en el que desembocaron alguna de las democracias europeas hizo que, andando el tiempo, desconfiáramos de los Grandes Hombres, los Héroes del presente (aunque la imaginación y la fantasía mantengan, no obstante, una cierta veneración por los Héroes del pasado). Y que, perdido el Cristo y perdidos, lo mismo, los Grandes Hombres a los que rendir culto, el Hombre se volvió a sentir desamparado y solo.

Y entonces, al ver al Hombre desamparado y solo, aparecieron de lo oscuro los Otros Héroes. Los Héroes que, aunque siempre habían estado aquí, por fin pudieron estar solos. Entonces vinieron el Poder, y la Riqueza, y el Éxito, y el Dinero. Los Héroes del presente.

Cuando pienso en los Héroes del presente muchas me acuerdo del final de una película de David Fincher titulada The Fight Club (1999). Me refiero a cuando el narrador, interpretado por Edward Norton, le dice a Marla Singer, interpretada por Helena Bonham Carter: “I'm sorry... you met me at a very strange time in my life.” (que, traducida al castellano, dice: "Me has conocido en un momento extraño de mi vida.")

Y entonces, la destrucción.

Superhéroes II: Also sprach Zarathustra

Friedrich Nietzsche, en su libro Así habló Zaratustra (Also sprach Zarathustra, en el original alemán), escrito entre 1883 y 1885, y publicado, como libro entero, en 1892 (Nietzsche lo escribió en cuatro partes, y las tres primeras ya habían sido publicadas en 1887), escribió: “Escuchad y os diré lo que es el superhombre. El superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: sea el superhombre el sentido de la tierra. ¡Yo os conjuro, hermanos míos, a que permanezcáis fieles al sentido de la tierra y no prestéis fe a los que os hablan de esperanzas ultraterrenas! Son destiladores de veneno, conscientes o inconscientes. Son despreciadores de la vida; llevan dentro de sí el germen de la muerte y están ellos mismos envenenados. La Tierra, está cansada de ellos: ¡muéranse pues de una vez!”

martes, 19 de junio de 2007

Superhéroes

Durante el siglo XIX se vivió la obsesión por los héroes. Los estudiantes ingleses se educaron siguiendo el modelo del duque de Wellington. Bismarck se convirtió en el modelo de comportamiento para los alemanes. El nombre de Napoleón Bonaparte inspiró reverencia. Y Abraham Lincoln no fue menos que un héroe para los habitantes estadounidenses.

Durante el siglo XIX se creyó que la sociedad podía ser moldeada por las acciones de unos pocos individuos excepcionales. Esta idea tuvo su eco, ya en el siglo XX, en los cómics y en las películas en los que aparecían superhéroes. Me refiero a personajes como Superman, Batman, Spiderman, los componentes de la Patrulla X o los de los 4 Fantásticos.

viernes, 8 de junio de 2007

De lo que no se puede hablar hay que callar

Hoy he leído un par de frases escritas por un tal Josep Segú que dicen: “una obra de arte es la punta del iceberg del pensamiento global del artista; una parte visible de sus ideas, sensaciones o emociones”. Meditable, ¿no?

Se me ocurre a propósito de estas frases que todos nosotros, y no sólo los artistas, somos como islas. Que somos como los icebergs de los que habla Segú. Que nuestra parte visible siempre es mucho menor que nuestra parte invisible y que es nuestra parte invisible la que, lo mismo que ocurre en una isla o en un iceberg, da consistencia a nuestra parte visible. Entonces me pregunto: ¿cómo es posible que podamos comunicarnos unos con otros? Y: ¿cómo es posible que, además de comunicarnos, logremos entendernos? Porque si tanto lo que yo veo del otro como lo que el otro ve de mí es lo mínimo de lo que en verdad él es o yo soy, lo más normal sería que el lenguaje con el que me habla el otro y el lenguaje con el que yo le hablo no fuera capaz de hacerle entender ni de hacerme entender lo que yo intento o él intenta expresar. Me explico: si el modo que tengo de expresar mis sentimientos y mis pensamientos emerge de todo lo que he aprendido, de todo lo que pienso, de mi pasado, de mi presente y, en definitiva, de todo lo que soy (que es toda la isla entero o todo el iceberg entero del que antes hablaba; es decir, que es todo lo visible y todo lo invisible), entonces para entender estos sentimientos y pensamientos que, con lo que digo, intento expresar quien me escucha debería conocer totalmente la geografía de lo que soy (debería conocer toda la isla entera o todo el iceberg entero que me definen). Y eso nunca pasa porque, como decía, la mayor parte de nosotros es invisible a los demás. Y, por definición y hasta tautológicamente, lo invisible no se puede ver.

Ocurre que en ocasiones cuando hablamos con alguien de algo que para nosotros es claro y meridiano, ese alguien con quien hablamos responde a lo que le decimos con un asunto que nada tiene que ver con aquello de lo que le hemos hablado. ¿No? Y que entonces, pensamos: "¿tan mal me he explicado?" O: "¿será imbécil?" Pero yo tengo para mí que en estas ocasiones a las que me estoy refiriendo lo que pasa no es ni lo primero ni, por supuesto, lo segundo: ni nos hemos explicado mal (y me estoy refieriendo, insisto, a las ocasiones en las que realmente sabes que has sido diáfano en estremo en todo lo que has explicado; porque otras veces sí ocurre que nos explicamos como si habláramos del revés y sin vocales), ni el otro es un imbécil. Lo que pasa es que en estas ocasiones hablamos desde lo profundo, desde lo más hondo de lo que nosotros mismos somos, desde lo que en nosotros es invisible; y que no nos damos cuenta de ello. Y entonces el otro, que no conoce de nosotros más que la superficie, se pierde en el laberinto de lo que le decimos. Pues en estas ocasiones de las que hablo lo que decimos se amarra profundamente en lo que somos. Y lo que somos, ¿quién puede conocerlo más que nosotros mismos?

¿Por qué hay películas que, inexplicablemente para los demás, nos hacen llorar y que, cuando nos preguntan el motivo por el que lloramos, no podemos decir más que "nada, nada, es igual"? O, más fácil: ¿por qué nos gusta una película?

Escribiendo sobre todo esto me he acordado de la frase con la que Ludwig Wittgenstein (filósofo vienés nacido en 1889 y muerto en 1951) cierra la única obra que publicó en vida: el Tractatus logico-philosophicus (1921). Dice: “Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen”. De lo que no se puede hablar hay que callar. Opino que esta frase tiene que ver, aunque sea de manera lateral, con el tema, ¿no? En su Conferencia sobre Ética (conferencia dictada, el 2 de enero de 1930, en la sociedad "The Heretics"), Wittgenstein escribe una analogía con la que intenta justificar esta frase:"nuestras palabras sólo expresan hechos, del mismo modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té por más que se vierta un litro en ella".

Así que si todos nosotros somos islas y, por lo tanto, en su mayor parte invisibles para los otros, ¿hemos de resignarnos a hablar únicamente de hechos? ¿Hay en nuestras vidas algo más que el espacio físico que compartimos con las almas mudas de los otros?

¿Hemos de resignarnos al silencio?

viernes, 18 de mayo de 2007

David Hume y lo gótico

David Hume escribió, a diferencia de Joseph Addison, contra lo gótico. Le pareció que en las catedrales del gótico la delicadeza que operaba en las filigranas de sus fachadas y de sus arcos, los múltiples colores que enriquecían sus vidrieras y sus rosetones, sus gárgolas terribles y bizarras que observaban, vigilantes y atentas, desde sus tejados, y, en fin, todo lo que en las catedrales góticas era adorno y superficie, operaban sobre la mente del espectador de un modo agobiante. Opinaba David Hume que todo lo que el gótico utilizaba y ensalzaba distraía al espectador, y que lo sumía en meditaciones vacuas y, por ende, estériles. Pero para entender de un modo diáfano la posición que David Hume mantuvo con lo gótico, es necesario saber que su pensamiento estuvo influido de manera recta y meridiana por el de los empiristas George Berkeley y John Locke. Y que a partir de estas influencias surgió de él lo que después fue llamado con el nombre de Naturalismo.

David Hume afirma que el conocimiento deriva, en última instancia, de la experiencia sensible. Y que esta experiencia sensible es la única fuente de la que mana el conocimiento. Sin ella, pues, sería imposible lograr saber alguno. Lo gótico, entonces, en su afán por sorprender y extasiar al espectador, entorpece el conocimiento, y lo vuelve, como diría Borges, opresivo y lento y plural. Pues lo gótico hace que la experiencia sensible quede aturdida y que la mente y el entendimiento queden sumidos en la fatiga. Así, pues, opina David Hume lo gótico se opone simétricamente al conocimiento. Es, por así decirlo, el opio del pensamiento.

Es meditable que en el libro del Génesis, el primer libro que aparece en el Antiguo Testamento de La Biblia, Dios se opusiera al conocimiento y prohibiera, al primero de los hombres que habitó Edén, que comiera de sus frutos: el conocimiento se dibujó así como algo opuesto a Dios. Es meditable, decía, pues en la oposición que David Hume ofrece a lo gótico (desarrollado, principalmente, en elementos artísticos relacionados con la piedad, con el éxtasis, con el pecado y, en definitiva, con Dios) parece que se repita, simétricamente, la oposición que Dios, en La Biblia, ofreció al conocimiento.

David Hume opuesto a lo gótico. Y, simétricamente, el conocimiento opuesto a Dios. Meditable, ¿no?

Hay un texto de David Hume que resume en pocas palabras, pero a la manera de los maestros, lo que he explicado. El texto está extraído del ensayo XX del capítulo I, titulado Of Simplicity and Refinement in Writing, de su obra Essays, Moral, Political, and Literary. Dice así:

“…productions, which are merely surprising, without being natural, can never give any lasting entertainment to the mind. To draw chimeras is not, properly speaking, to copy or imitate. The justness of the representation is lost, and the mind is displeased to find a picture, which bears no resemblance to any original. Nor are such excessive refinements more agreeable in the epistolary or philosophic style, than in the epic or tragic. Too much ornament is a fault in every kind of production. Uncommon expressions, strong flashes of wit, pointed similies, and epigrammatic turns, especially when they recur too frequently, are a disfigurement, rather than any embellishment of discourse. As the eye, in surveying a GOTHIC building, is distracted by the multiplicity of ornaments, and loses the whole by its minute attention to the parts; so the mind, in perusing a work overstocked with wit, is fatigued and disgusted with the constant endeavour to shine and surprize.”

jueves, 10 de mayo de 2007

Lo inteligible y Bizancio

El mundo inteligible es el mundo de las Ideas. El mundo al que Platón otorgó el privilegio de ser el mundo auténticamente real. Este mundo escapa completamente a nuestros sentidos, por lo que los artistas de Bizancio repitieron, una y otra vez, que nunca podría ser objeto de una representación artística. Sin embargo, aquellos artistas no fueron consecuentes con lo que afirmaron y constantemente volvieron con su arte sobre este tema.

Pero, ¿hay imágenes que se pueden mirar con los ojos del espíritu? ¿Hay imágenes mediante las que se puede contemplar la realidad nouménica, es decir la realidad de la que habló Platón? Cuestión cabal y profunda, pues al contemplar la realidad nouménica, pensaron, contemplamos, entonces, la auténtica realidad. Contemplamos lo inteligible. Contemplamos a Dios.

Los antiguos artistas de Bizancio admitieron la posibilidad de la existencia de estas imágenes. Y por eso quisieron investigar hondo las posibilidades de los colores y de las formas. Y no quisieron investigar menos los mensajes que de estas posibilidades se desprenden. Porque los antiguos artistas de Bizancio quisieron contemplar a Dios.

Pero en una imagen no hay palabra escrita. Una imagen es muda. Y, por lo tanto, es posible que, quien la mira, aún contemplándola con los ojos del espíritu, no sea capaz de llegar a la realidad intangible que busca. Pues los ojos del espíritu, sin guía, se extravían con facilidad. Es por esto que se introdujeron en las imágenes ciertas manipulaciones que buscaban abrir los ojos del espíritu del que la contemplaba. Se buscó evocar lo menos posible la realidad sensible. Pues entonces resultaba menos difícil, pensaban, apartarse de esta realidad para crearse una visión abstracta de lo inteligible.

Por eso en las imágenes bizantinas se ausentó el volumen, se ausentó el espacio y se ausentó el peso. Se llegó a varios convenios abstractos, mediante la manipulación de los iconos y del estilo. Y así fue que utilizando los iconos y el estilo de las imágenes los artistas dirigieron a los espectadores a los lugares comunes en los que buscar a Dios.

La imagen, ya os lo he dicho, carece de palabra escrita. Y fue que la carencia de la palabra escrita enriqueció lo simbólico. Y fue, entonces, que las imágenes cantaron al unísono las alabanzas que Dios y lo inteligible exigían.


Figura 1: Cristo Pantocrátor (hacia el siglo XII), mosaico de la iglesia Haghia Sophia de Constantinopla.
Figura 2: los Tetrarcas (hacia el año 300), figura de pórfido situada en el exterior de la basílica de San Marcos de Venecia.

sábado, 5 de mayo de 2007

Lo oscuro

Si queremos cometer un acto absolutamente terrible, la oscuridad es necesaria. Lo oscuro es imprescindible cuando abordamos lo terrible y lo doloroso. En mayor o menor medida, todos hemos esto experimentado esto que digo: al acostumbrar nuestro entendimiento a la idea de un determinado peligro o de una determinada pena, es decir al iluminar el peligro o la pena, una buena cantidad de la aprehensión que previamente teníamos desaparece. Lo mismo podemos decir de las noches, pues con su oscuridad estas pueden incrementar nuestros miedos con toda clase de peligros conocidos a medias: con fantasmas, con duendes y con otro tipo de seres que habitan en lo oscuro. O también de los gobiernos despóticos pues acostumbran a esconder a su jefe de la mirada del pueblo para crear el miedo y la incertidumbre. O incluso de los druidas, aquellos sacerdotes que vivían en la historia antigua del mundo y que celebraban sus ceremonias bajo la sombra de robles ancianos y grandes.

Así que, entonces, el terror, el horror y el dolor habitan la sombra.

John Milton en la línea 666 del libro segundo de su Paradise Lost hace una lúgubre descripción de esa segadora de vidas que es la Muerte:

The other shape,
If shape it might be called that shape had none
Distinguishable in member, joint, or limb;
Or substance might be called that shadow seemed;
For each seemed either,—black it stood as night,
Fierce as ten furies, terrible as hell,
And shook a dreadful dart. What seemed his head
The likeness of a kingly crown had on.

En esta descripción lo oscuro se impone. Todo es lateral, todo es sombrío. Al acabar de leerla no podemos dejar de sentir que es una descripción sublime en extremo.


Figura 1: The nightmare (1781), óleo sobre lienzo de Henry Fuseli.

viernes, 4 de mayo de 2007

Edmund Burke y lo Sublime II

Dice Edmund Burke: "Cualquier cosa que de alguna manera excite las ideas de dolor y peligro, es decir, cualquier cosa que de alguna manera sea terrible o que esté familiarizada con objetos terribles, u opere de una manera análoga al terror, es una fuente de "lo Sublime"; es decir, produce la emoción más intensa que la mente es capaz de sentir. Digo la emoción más intensa, porque estoy convencido de que las ideas que surgen a partir de lo doloroso son mucho más poderosas, más conmovedoras, que aquellas ideas que surgen a partir de lo placentero. Sin duda, los tormentos con los que se nos puede hacer sufrir son mucho mayores en sus efectos sobre el cuerpo y la mente que los placeres con los que se nos puede hacer disfrutar; incluso si consideramos aquellos placeres que el más voluptuoso pudiera sugerir, o que la más viva imaginación y el más sano y exquisitamente sensato de los cuerpos, pudiera disfrutar. Dudo mucho de que pudiera encontrarse a algún hombre que accediera a vivir una vida envuelta en la más perfecta satisfacción al precio de acabarla en tormentos (como los que se le infligieron al último rey de Francia antes de su muerte). Pues así como el dolor es más intenso en su funcionamiento que el placer, la muerte es, en general, una idea mucho más conmovedora que el dolor; pues hay muy pocos dolores, aunque sean exquisitos, que no sean preferibles a la muerte. No, lo que generalmente hace al dolor mismo más doloroso, si así puedo decirlo, es que pueda ser considerado como un emisario de la reina de los terrores; como un emisario de la muerte. Cuando el dolor o el peligro acecha de una manera demasiado cercana entonces es incapaz de dar ningún tipo de deleite; se convierte en algo, simplemente, terrible. Pero a cierta distancia, y con ciertas modificaciones, puede ser, y de hecho es, delicioso".

Edmund Burke y lo Sublime

Edmund Burke afirma que las bases de las experiencias más impactantes para el alma, el recuerdo y la historia descansan sobre lo que emerge del encuentro con lo que es inmenso, con lo que es irresistible y con lo que es terrible. Descansan en un estado al que él llama “lo Sublime”. Opina que en lo simétrico a lo Sublime están los objetos y las experiencias a las que él otorga el calificativo de “Bellos”. Y dice que allí donde lo Sublime mueve, estimula y ejercita la mente y las facultades morales, lo Bello no puede ser más que trivial, vulgar y, en última instancia, corruptible. Tenemos que, entonces, Edmund Burke dibuja una relación entre lo que es horroroso y lo que es agradable. Una relación entre, digamos, el dolor y el placer.