jueves, 31 de mayo de 2007

Un cuadro: La isla de los muertos, de Arnold Böcklin

La isla de los muertos de Arnold Böcklin, pintor nacido en Basilea en 1827 y fallecido en Fiesole en 1901, es un cuadro raro. Como lo es el prosaico motivo por el cual Böcklin lo pintó: el encargo de una señora de Francfort que quería un “cuadro para soñar”. Esto ocurrió en 1880.

La isla de los muertos es un cuadro en el que las perspectivas y las proporciones sumergen al que lo mira en la más aguda extrañeza. En él, los colores irradian demasiada vida si consideramos la geografía de la que estos se desprenden. Porque el del cuadro es un paisaje que vive en el silencio. Un paisaje que provoca que el paso del tiempo del que lo mira se haga espeso, y ante el que los tristes sonríen y asienten como si supieran que la verdad por fin está a la vista de todos.

Los elementos del cuadro son extraños. En él aparece lo que se intuye como una isla lúgubre y oscura, ocupada en su mayor parte por los árboles que habitualmente habitan en los cementerios: por cipreses. También hay en él lo que parece ser un mausoleo de una piedra tan clara que bien pudiera ser mármol. Y, frente a la isla, hay una barca sobre la que dos personas aparentan, por su quietud, la melancolía más grande del mundo. Decía que los elementos del cuadro son extraños. Pues bien: fijémonos en la altura de los cipreses y fijémonos también en el tamaño de las rocas que definen la isla. Hay una desproporción rara: los cipreses se me antojan demasiado altos para el tamaño de las rocas y de la isla. O las rocas demasiado escasas si, ahuecadas, han de albergar en su interior las almas de los muertos que acuden a su reposo eterno (pues una primera interpretación del cuadro, digamos que la más lineal, nos lleva a conjeturar que la isla es el lugar al que van a parar las almas de los muertos). Ah, pero entonces, al pensar en estas incongruencias, se me ocurre que quizás la isla no es el lugar en el que reposan, quietas y sin voz, las almas de aquellos que un día estuvieron vivos. No, no, no. Se me ocurre que la isla es, quizás, la puerta de entrada a algo más grande y más importante que un triste cementerio. Que es la entrada al mismísimo reino de los muertos. Y que lo que aparenta ser un mausoleo no es más que el vestíbulo a ese reino de los muertos.

Otra vez, ay, otra vez vuelven los versos iniciales del canto III del Inferno de Dante: “Lasciate ogne speranza voi ch’intrate”.

Pero aun más extraña que la isla misma, es la barca que está situada frente a ella. Pues en ella la persona que está remando lo hace en una posición mediante la que parece que, más que acercarse a la isla, se esté alejando de ella. Entonces, si se está alejando de la isla, ¿no será el paisaje de la imagen que aparece en el cuadro, más que la entrada al reino de los muertos desde el mundo de los vivos, la salida al reino de los muertos vista desde el mismísimo reino de los muertos? ¿No será el mundo que se dibuja en el cuadro el mundo en el que habitan los muertos? Visto el cuadro de este modo, la imagen de la figura que, envuelta en lo que aparenta ser una túnica del color del marfil, se alza erguida sobre la barca podría ser el custodio que, recibiendo al muerto en la entrada al mundo que ha de ser desde ese momento su morada hasta el fin del tiempo, ha de conducirlo hacia el lugar en el que habitan los que un día fueron sus próximos en el mundo de los vivos.

Y la barca se aleja de la entrada, y el custodio que viste la túnica del color del marfil está quieto, y delante de él, en un ataúd cubierto por una túnica blanca, reposa el muerto a la espera de la muerte de la Muerte.

La isla de los muertos es un cuadro que ha sido interpretado e imitado en numerosas ocasiones (hasta el mismo Böcklin lo reinterpretó en cuatro ocasiones). No diré que ha sido reescrito hasta la saciedad porque es un cuadro que no cansa. Pues realmente, tal y como pidió la señora que dio origen a la creación de la obra, se trata de un “cuadro para soñar”: un cuadro en el que se pliegan, una sobre otra, incontables realidades y que no admite, a la manera de los sueños, una sola interpretación.

Hans Ruedi Giger fue uno de los que reinterpretó el cuadro. En el cuadro de Giger ya no aparece la barca. Y tampoco hay tanta ambigüedad como en el original de Böcklin: más que una isla parece la entrada a algún lugar. Un lugar en el que, a juzgar por la apariencia de la entrada y por las figuras antropomórficas que se intuyen esculpidas (¿esculpidas?) en las paredes y hasta en la entrada misma, lo inhumano se sobrepone a lo humano. Ay, otra vez el desasosiego. Otra vez lo pavoroso y lo malsano crecido por la exageración de lo natural y lo orgánico. Otra vez lo gótico.

Ah: ¡El horror, el horror!


Figura 1: Die Toteninsel (La isla de los muertos) (1880), pintura confeccionada con témperas barnizadas sobre lienzo, de Arnold Böcklin.
Figura 2: The island of the dead (La isla de los muertos) (1977), pintura confeccionada con pinturas acrílicas sobre papel sobre madera, de Hans Ruedi Giger.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ummm! me suena esta obra...