lunes, 11 de junio de 2007

El orden del mundo

Una de las cosas que me parecen más curiosas y meditables en el hombre (y cuando hablo del hombre me estoy refiriendo, por supuesto, al hombre y a la mujer por igual y sin distinción alguna entre géneros) es el gusto que tiene por lo ordenado. Por lo geométrico. Por lo que tiene una pauta reconocible, quiero decir.

Por ejemplo, en la antigua Grecia era canon el construir las plantas y las fachadas de los edificios importantes, como por ejemplo el Partenón, siguiendo una relación geométrica conocida como proporción áurea, que daba lugar a un rectángulo conocido como rectángulo áureo (resulta que un rectángulo AMNC es áureo cuando la proporción entre los lados AM y AC están en proporción áurea; es decir, cuando AM/AC = 1'618033988749894848204586834365638117720309179805... que, por otra parte, es lo que mide el lado AM de la figura, al estar considerando la longitud del lado AC como de 1 unidad; a esta proporción entre los lados, además de conocérsela como número de oro o proporción áurea, se la conoce con otros nombres, el más lustroso de los cuales es el de: la Divina Proporción). Resulta que este ilustre rectángulo aparece, además de en la proporción que hay entre la altura de las columnas y la de las esculturas que hay en el entablamiento del Partenón (el entablamiento es el conjunto de piezas que gravitan inmediantamente sobre las columnas en la arquitectura arquitrabada, siendo el arquitrabe el elemento arquitectónico que sirve de dintel y que transmite el peso de la cubierta del edificio a las columnas), también en otros muchos lugares creados por la naturaleza o por el hombre. Por ejemplo, aparece en las proporciones de las facciones de la Gioconda de Leonardo da Vinci. O en la relación de las estructuras formales de las sonatas de Mozart (lo mismo que en la Quinta Sinfonía de Beethoven y en algunas obras de Schubert y Debussy). O en la relación que hay entre la altura media de un ser humano y la altura media de su ombligo (o también entre la de la cadera y la de la rodilla). O en el límite del conjunto de las fracciones que se definen a partir de un término, en el numerador, y de su anterior término, en el denominador, en la sucesión de Fibonacci (famosa, entre otras cosas, por aparecer en el famosísimo libro de Dan Brown: The Da Vinci Code).

Pero cuando al principio hablaba de lo ordenado y de las pautas que someten al gusto del ser humano por encima del desorden y del caos, no me refería únicamente a la proporción áurea. Me refería al orden que el hombre define en el arte en general. Al orden que aparece en la pintura, en la escultura, en la música, en la literatura, en las matemáticas. A ese orden que indujo a los antiguos a suponer que en el Cosmos hay un mecanismo perfecto que lo determina y que lo mueve. Y que, andando el tiempo, empujó al hombre a crear dioses, y religiones, y ciencia, y arte; para intentar explicar su esencia o, al menos, para intentar aproximarse a ella. Pienso en Aristóteles, y en Pitágoras, y en Arquímedes. Pero pienso también en Bach y en su música ordenada y compuesta siguiendo rígidas pautas matemáticas. O en Miguel Ángel y en sus cuadros y esculturas de perspectivas y proporciones perfectas. O en Galileo y su famosa frase: “las matemáticas son el alfabeto con el cual Dios ha escrito el Universo”. O en las pautas geométricas de los mosaicos de la Alhambra de Granada. O en Dante y en su Commedia, con sus versos de ritmo y medidas exactas. Y pienso lo mismo en las críticas que la falta de hábito hizo que recibieran, al menos por parte del público, algunos de los modernos exploradores del arte explorado sin pauta ni patrón. Hablo, claro, de Bartok, de Kandinsky, de Picasso, de Schonberg, de Joyce.

Hay, en todo esto dos preguntas dignas de ser sopesadas. La primera: ¿por qué el hombre apetece de pautas ordenadas en las creaciones con las que se expresa? Y la segunda: ¿cómo es posible que en la naturaleza, y en el hombre mismo, aparezcan algunas de esas pautas ordenadas que, en principio, el hombre ha definido mediante la fatiga de su intelecto? Aventuro una explicación borrosa que, dibuja, quizás, una posible respuesta: el hombre, configurado en su esencia mediante el orden y el concierto, ha de crear necesariamente, precisamente por este orden y por este concierto mediante el que ha sido creado, a la manera de un geómetra.

Se preguntaba Einstein: ¿juega Dios a los dados? Simétricamente, yo pregunto: ¿ha creado Dios una raza de geómetras?

Como decía al principio: meditable, ¿no?


Figura 1: ejemplo de rectángulo áureo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los psicólogos saben desde hace tiempo que si construyen un rostro 'promedio' (una especie de media de diferentes rostros) las personas lo encontramos bello. Una teoría dice que se debe a que el cerebro tiene menos esfuerzo cognitivo a la hora de reconocer este rostro.

Igual teoría podría aplicarse a la razón aurea y a las pautas; requerirían menos esfuerzo cognitivo que algo irregular y nos parecerían bellas.

Off-topic: el viernes 29 hay una quedada bloguero literaria en Barcelona ¿te interesa venir?