viernes, 8 de junio de 2007

De lo que no se puede hablar hay que callar

Hoy he leído un par de frases escritas por un tal Josep Segú que dicen: “una obra de arte es la punta del iceberg del pensamiento global del artista; una parte visible de sus ideas, sensaciones o emociones”. Meditable, ¿no?

Se me ocurre a propósito de estas frases que todos nosotros, y no sólo los artistas, somos como islas. Que somos como los icebergs de los que habla Segú. Que nuestra parte visible siempre es mucho menor que nuestra parte invisible y que es nuestra parte invisible la que, lo mismo que ocurre en una isla o en un iceberg, da consistencia a nuestra parte visible. Entonces me pregunto: ¿cómo es posible que podamos comunicarnos unos con otros? Y: ¿cómo es posible que, además de comunicarnos, logremos entendernos? Porque si tanto lo que yo veo del otro como lo que el otro ve de mí es lo mínimo de lo que en verdad él es o yo soy, lo más normal sería que el lenguaje con el que me habla el otro y el lenguaje con el que yo le hablo no fuera capaz de hacerle entender ni de hacerme entender lo que yo intento o él intenta expresar. Me explico: si el modo que tengo de expresar mis sentimientos y mis pensamientos emerge de todo lo que he aprendido, de todo lo que pienso, de mi pasado, de mi presente y, en definitiva, de todo lo que soy (que es toda la isla entero o todo el iceberg entero del que antes hablaba; es decir, que es todo lo visible y todo lo invisible), entonces para entender estos sentimientos y pensamientos que, con lo que digo, intento expresar quien me escucha debería conocer totalmente la geografía de lo que soy (debería conocer toda la isla entera o todo el iceberg entero que me definen). Y eso nunca pasa porque, como decía, la mayor parte de nosotros es invisible a los demás. Y, por definición y hasta tautológicamente, lo invisible no se puede ver.

Ocurre que en ocasiones cuando hablamos con alguien de algo que para nosotros es claro y meridiano, ese alguien con quien hablamos responde a lo que le decimos con un asunto que nada tiene que ver con aquello de lo que le hemos hablado. ¿No? Y que entonces, pensamos: "¿tan mal me he explicado?" O: "¿será imbécil?" Pero yo tengo para mí que en estas ocasiones a las que me estoy refiriendo lo que pasa no es ni lo primero ni, por supuesto, lo segundo: ni nos hemos explicado mal (y me estoy refieriendo, insisto, a las ocasiones en las que realmente sabes que has sido diáfano en estremo en todo lo que has explicado; porque otras veces sí ocurre que nos explicamos como si habláramos del revés y sin vocales), ni el otro es un imbécil. Lo que pasa es que en estas ocasiones hablamos desde lo profundo, desde lo más hondo de lo que nosotros mismos somos, desde lo que en nosotros es invisible; y que no nos damos cuenta de ello. Y entonces el otro, que no conoce de nosotros más que la superficie, se pierde en el laberinto de lo que le decimos. Pues en estas ocasiones de las que hablo lo que decimos se amarra profundamente en lo que somos. Y lo que somos, ¿quién puede conocerlo más que nosotros mismos?

¿Por qué hay películas que, inexplicablemente para los demás, nos hacen llorar y que, cuando nos preguntan el motivo por el que lloramos, no podemos decir más que "nada, nada, es igual"? O, más fácil: ¿por qué nos gusta una película?

Escribiendo sobre todo esto me he acordado de la frase con la que Ludwig Wittgenstein (filósofo vienés nacido en 1889 y muerto en 1951) cierra la única obra que publicó en vida: el Tractatus logico-philosophicus (1921). Dice: “Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen”. De lo que no se puede hablar hay que callar. Opino que esta frase tiene que ver, aunque sea de manera lateral, con el tema, ¿no? En su Conferencia sobre Ética (conferencia dictada, el 2 de enero de 1930, en la sociedad "The Heretics"), Wittgenstein escribe una analogía con la que intenta justificar esta frase:"nuestras palabras sólo expresan hechos, del mismo modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té por más que se vierta un litro en ella".

Así que si todos nosotros somos islas y, por lo tanto, en su mayor parte invisibles para los otros, ¿hemos de resignarnos a hablar únicamente de hechos? ¿Hay en nuestras vidas algo más que el espacio físico que compartimos con las almas mudas de los otros?

¿Hemos de resignarnos al silencio?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sobre este tema discutí muchas veces con mi amigo Carlos, y la conclusión a la que llegamos es: mejor hablar.

En su caso era porque es un parlanchín incurable. En el mío porque soy un optimista crónico y siempre tengo la esperanza de que las palabras transmitan mucho más que los hechos.