sábado, 19 de mayo de 2007

Recuerdos de Marte: un cuento

Durante los primeros años, al poco de llegar desde la tierra la tercera o la cuarta expedición, en las desoladas montañas del color del oro vivía un hombre. Y ese hombre, dijeron, vivía apartado de todos y de todo. Muchos aseguraron que, en ocasiones, se le veía caminar por las suaves dunas o entre las rocas afiladas por el viento. Siempre, dijeron también, con las manos entrelazadas a la espalda. Siempre huraño, siempre errático. Sin ningún rumbo aparente.

Como si, dijeron, estuviera huyendo.

Yo únicamente le vi en una ocasión. Aquel día había ido a las montañas con mi padre para buscar una roca de una muy rara morfología que el profesor de geología de la escuela nos había pedido para su próxima clase. Por un instante me alejé de donde estaba mi padre y me aventuré solo entre los muros escarpados del desfiladero al que habíamos ido. De repente empezó a soplar un fuerte viento. Y entonces fue cuando le vi, casi oculto por las raras hélices que el viento embravecido tejía con la arena dorada por el sol.

Estaba quieto, muy quieto, y mirando, ensimismado y triste una de las extrañas estatuas cantantes que, decían, habían esculpido en la piedra montañosa los antiguos habitantes de Marte. Quise avisar a mi padre, pero no había abierto aún la boca para gritar “papá” cuando él clavó sus ojos, a través del viento y de la arena, en los míos. Y sus pálidos ojos me miraron muy intensamente. Y su mirada de agua era muy honda y terrible.

Un escalofrío quebró mi alma. Pues en sus ojos habitaba una inconcebible tristeza y toda la melancolía de la que es capaz el olvido. Pues en sus ojos vivía la nostalgia por los siglos pretéritos y huidos, para siempre, del tiempo.

Y el color de su piel era como el de la arena de Marte.

Sin decir ni una palabra, aquel hombre, aquel fantasma de mi recuerdo, apartó sus ojos de los míos y, bruscamente y sin mediar palabra, se alejó muy rápido y con las manos entrelazadas a la espalda. Le perdí de vista muy pronto. Su silueta desapareció entre los remolinos extraños que el viento esculpía con la arena dorada por el sol.

De repente, todo oscureció en torno a mí. Y el viento dejó de silbar.

Abrí los ojos mientras mi padre, palmeándome la mejilla, me preguntaba cómo me encontraba. Estaba tendido en el suelo, al lado de la estatua cantante a la que antes había llegado por casualidad. Supuse entonces que alguna rama volteada por el viento me había golpeado, y que había perdido el conocimiento. No había ni rastro del hombre al que había visto antes.

Aquella noche lloré bajo las frías y distantes estrellas del cielo.


Con la primera expedición, llegaron a Marte siete científicos con los instrumentales necesarios para analizar la atmósfera, la temperatura y la presión marciana. Si los resultados de los análisis eran satisfactorios, entonces llegaría a Marte una segunda expedición. Si no lo eran, entonces la segunda expedición se dirigiría a Júpiter. Pero una segunda expedición llegó a Marte seis años después. Y después una tercera. Y después una cuarta. Mi padre y yo llegamos en la expedición número cuarenta y dos, veintisiete años después de que llegara la primera. Yo, entonces, tenía doce años.

Había un rumor que en susurros aseguraba que los siete científicos que llegaron con la primera expedición habían muerto hacía ya algunos años. Pero nadie hablaba de ello. Y cuando, en alguna ocasión, pregunté a mi padre acerca de ese rumor, y por los motivos de sus muertes, siempre me respondió lo mismo: “la vejez y la muerte no es un asunto que concierna a un niño”.

Los científicos que llegaron con la primera expedición anotaron en sus cuadernos raras historias. Historias que hoy se me antojan difíciles de entender. Anotaron que al bajar del cohete en el que habían llegado desde la tierra, habían sentido una presencia opresiva y triste, inexplicable. Y que, después de establecidos en la primera base en la que acondicionaron el laboratorio en el que iban a efectuar sus estudios, en alguna ocasión habían creído ver unos seres altos y lánguidos que, sabido era por todos, ya no podían fatigar las arenas marcianas. Porque sí, una raza pretérita de seres altos habitó las arenas de Marte durante las eras en las que la tierra y el sol eran mucho más jóvenes. Pero esa antigua raza se había extinguido hacía ya mucho tiempo.

No se conocieron entonces los motivos por los que se borró de la faz de Marte la raza que un día habitó sus rojas arenas. Tampoco se conocen hoy. De aquella raza pretérita únicamente pervive un desorden de estatuas de extrañas y peculiares cualidades musicales, y algunos libros raros (y densos en esquemas y diagramas), escritos en un idioma que todavía no ha podido ser desentrañado.

Una de estas estatuas es la que observaba el hombre triste de la piel del color de la arena de Marte. El hombre al que yo vi hace ya tantos y tantos años.

Hace ya setenta y dos años.

Durante los años que siguieron a mi infancia no volví a ver a aquel hombre huido del silencio. Tampoco nadie volvió a verlo. Decían que había muerto, pero yo tenía para mí que eso no podía ser cierto.

Yo no supe, entonces, el motivo por el que su mirada me borró del tiempo. Ni tampoco supe el motivo por el que me pasé toda la noche llorando. Tampoco lo sé ahora. Pero lo que sí sé es que la mirada de aquel hombre extraño, cuyo recuerdo hoy no es más que un habitante borroso de mi infancia, me ha acompañado durante todos los días de mi vida.

No hace mucho fui al cementerio. Se me ocurrió que podía visitar el lugar en el que están enterrados todos los componentes de la primera expedición que vino de la tierra para explorar las arenas de Marte. Únicamente había seis tumbas.

Ya no quedan muchas de las estatuas de piedra que los antiguos habitantes de Marte esculpieron hace miles de años. Con la llegada de los colonos procedentes de la tierra (y con ellos la de sus excavadoras, sus camiones, sus gasolineras y sus luces de neón), han ido, poco a poco, desapareciendo. Pero en los días en los que al viento se le ocurre definir reposadas tormentas de arena, aún oigo cantar, a las que sobreviven, desde mi casa. Y entonces, me asomo a la ventana y miro hacia las doradas montañas de Marte.

En alguna ocasión me ha parecido ver la figura lejana de un hombre luchando contra los remolinos de arena cincelados por el viento silencioso y cobarde. Pero yo ya soy demasiado anciano, y temo que mi vista ya esté demasiado gastada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola broda!!!!!
muy curioso tu blog, todavía no se de que va exactamente, pero estoy investigando...
por cierto tienes el capítulo 20 de heroes? deberías de grabármelo, yo todavia no lo he visto.
'Comment moderation'??? pues a ver si publicas esto! CACA-CULO-PIS-CHORRA!!!!
jajajajajajaaaargh!!! mecagüen en el comment moderation!!!!!!!!!!!!!

Joan Carles dijo...

A mi hermano, que es quien ha publicado el comentario anónimo que hay arriba, le gustan las risas. A la vista está por lo que dice.